El llamado de Dios
Rvdo. P. Benedict Hughes, CMRI
Amados en Cristo, sin duda que hoy existe en la Iglesia remanente una necesidad crítica por las vocaciones: por sacerdotes, monjes y monjas que trabajen con las almas, que ayuden en la salvación de almas mediante sus vidas de dedicación. ¡Cuánto no necesitamos sacerdotes que lleven la misa y los sacramentos por todo el país y otros sitios! ¡Hay muchísimas almas que rara vez ven a un sacerdote, almas que esperan escuchar la palabra de Dios, escuchar que se les predique la verdad! Sacerdotes que — como decimos en nuestras oraciones para las vocaciones— «estarán ante el altar y predicarán la Palabra de Dios; monjes que asistirán a los sacerdotes y reproducirán en sí mismos la humildad de Cristo». …Religiosos que posibilitarán a los sacerdotes cumplir con sus obligaciones, cuidando de otras tareas para las cuales ellos no tienen tiempo. Los monjes son compañeros, ayudantes de los sacerdotes. Ellos ganan gracias para las almas con sus vidas de humildad. Un monje tiene un papel oculto, un rol en el cual puede hacer caer muchas gracias del cielo.
Finalmente, y especialmente, necesitamos más monjas «para enseñar a los jóvenes y cuidar a los enfermos…» ¿Podremos llegar acaso a comprender el valor y la importancia de la instrucción religiosa de los niños? En nuestra comunidad tenemos la bendición y el beneficio de tener escuelas católicas, pero hay católicos tradicionalistas por todo el país que no tienen escuela. Muchos de ellos incluso tienen dificultades para proporcionar a sus hijos la catequesis los fines de semana, pues solo disponen de un sacerdote viajero, y no hay monja que pueda ayudarle. ¡Cuánto necesitamos de religiosos para desempeñar estas varias tareas y lograr la salvación de las almas!
Me gustaría hablarles esta mañana sobre las enseñanzas de la Iglesia en lo concerniente a las vocaciones. Primero, ¿qué es una vocación? La palabra vocación viene de una palabra latina que significa “llamar”. Es un llamado de Dios para servirlo más perfectamente. ¿Recuerdan la historia en el Evangelio de un joven rico que fue con nuestro Señor un día y preguntó qué debía hacer para entrar al reino del cielo? Cristo le dijo que observara los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, honra a tu padre y a tu madre, no hurtarás, etc. El jóven contestó: «Todo esto lo he guardado desde mi juventud. ¿Qué más me hace falta?» El Evangelio nos dice que nuestro Señor lo miró con amor, y luego dijo: «Si quieres ser perfecto, ve, y vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y sígueme». Nuestro Señor lo estaba invitando a la dedicación total de la vida religiosa.
Podríamos decir que la primer comunidad religiosa fue el colegio apostólico, los doce apóstoles. Ellos vivieron con nuestro Señor, dejaron a sus familias —pues muchos estaban casados—, abandonaron todos sus bienes materiales, se dedicaron completamente a nuestro divino Señor y así formaron una pequeña comunidad religiosa. Los apóstoles habían respondido al llamado.
Es importante recordar, sin embargo, que una vocación no siempre llega de la misma forma que le llegó a los apóstoles, caso en el que nuestro Señor les llamó de palabra mientras ellos andaban pescando o remendando sus redes. Por lo general, una vocación religiosa no es una manifestación extraordinaria, aunque sí lo fue, quizá, para algunos santos. No nos engañemos pensando que habrá una voz en la noche, una aparición, o alguna otra experiencia mística en la cual Dios manifieste su llamado. Por regla general, ese no es el caso.
Existen dos tipos de vocaciones. La primera es la vocación general. Nuestro Señor extendió la invitación a todos los hombres: «Si alguno quiere seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz, y sígame». «Si alguno viniere en pos de mí…» Esa es la invitación general. Pero luego está la vocación más particular dada a ciertos individuos a quien Dios llama específicamente.
¿Cómo invita Dios a la vida religiosa? Normalmente hay una atracción interior, o al menos un deseo; pero más que eso, hay una decisión por parte del individuo basada en la comprensión de que la vida religiosa —o el sacerdocio— es una vida más perfecta.
Es importante que no nos engañemos pensando que siempre debe haber un sentimiento o una experiencia religiosa. De hecho, a principios de 1900 hubo un fuerte debate sobre el tema. Hasta entonces, la mayoría de los escritores espirituales colocaban el elemento esencial del llamado divino en una atracción interior hacia la vida privilegiada. Ellos pensaban que si el deseo de ser religioso o sacerdote estaba ausente, entonces no había vocación real. Esta teoría de la voz interior era muy común hasta la primera parte de este siglo, cuando un sacerdote francés, Canon Lahitton, enseñó lo contrario.
Según Canon Lahitton, lo que la vieja teoría llamaba vocación era meramente una sensibilidad a la gracia actual que ilumina la mente, le muestra la belleza del estado sacerdotal y fortalece el corazón, sosteniéndolo en los sacrificios requeridos para la consecución de la sublime meta. La vocación, entonces, no es de adentro, sino de afuera.
En términos prácticos, esto significa que no necesitamos buscar niños con vocaciones, sino candidatos para las vocaciones, esto es, niños cuya piedad y disposición general, dan promesa de ser dignos del gran don concedido en el momento de la ordenación. El único requisito es una inteción correcta y la salud y gracia que proporcione una esperanza bien fundada de que el candidato desempeñará concienzudamente su vocación sacerdotal.
En otras palabras, esto significa que aunque una persona no sienta una atracción, puede entrar a la vida religiosa o a un seminario y perseverar, cooperar con la gracia, y proseguir a tomar sus votos o hacerse sacerdote. En ese caso, habría sido aprobado por su superior. Por otro lado, un individuo puede tener el deseo o la atracción de hacerse religioso o sacerdote; entra luego a la vida religiosa, y después de un tiempo sus superiores le aconsejan que no tiene una vocación, que no tiene las cualidades necesarias, y, por tanto, no puede hacerse sacerdote o religioso. No podemos, por ello, poner demasiada confianza en la atracción hacia la vida religiosa.
El libro escrito por este sacerdote francés, a principios del siglo XX, ocasionó una tomernta de protestas por parte de los teólogos. De hecho, hubo una fuerte tentativa por ponerlo en el Índice de libros prohibidos. El papa san Pío X, sin embargo, intervino personalmente y creó una comisión de cardenales para examinar la cuestión. La comisión decidió en favor del libro y el Santo Padre confirmó la decisión, con la cual insinuaba una aprobación definitiva de la doctrina enseñada en el libro concerniente a las vocaciones. La moraleja de la historia es no confiarse mucho en los sentimientos, las atracciones interiores, las emociones, etc. La vocación es, por el contrario, una decisión intelectual por la cual un joven o una jovencita dan su vida a Dios.
Los jóvenes que creen que Dios está llamándolos a su servicio deben fomentar esa vocación, pues no va a ocurrir de repente. Deben orar para que a su vocación le siga la gracia, para saber con certeza cuál es la voluntad de Dios y, cuando estén seguros de su llamado, y haya tiempo y oportunidad para seguirla, no deben retardarse. San Alfonso dice que el diablo tentará a una persona que sabe que es llamada por Dios para posponerla por un día, y luego por otro, y luego por una semana, un mes, un año, y ya para entonces la vocación se perdió. Dios se llevó la vocación, o mejor dicho, se llevó la gracia que la seguiría. Así pues, no se retarden si son llamados por Dios.
Me gustaría hablar por unos minutos sobre la vida religiosa en particular. La vida religiosa es la forma de vida más perfecta: de ello no puede haber duda. Es la enseñanza de la Iglesia. Seguir a Cristo, imitarle, esa es la vida más sublime. Los votos quitan los tres principales obstáculos para nuestra salvación. Uno de ellos es la codicia o avaricia; otro es la concupiscencia, la batalla contra la carne; y el tercero es el orgullo. Estos son los tres obstáculos principales para nuestra salvación, pero los votos directamente los neutralizan. El voto de la pobreza, con el que un religioso entrega el control de las propiedades, ataca la tendencia a la avaricia o codicia. En ese sentido conquista su naturaleza caída. Por el voto de la castidad, supera y controla la concupiscencia. Por el voto de la obediencia, somete su orgullo. Esto no significa que elimina completamente estas tendencias, pero los votos son un medio para este fin.
El religioso, al tomar estos votos, comprende enteramente sus acciones. La ley eclesiástica requiere que los superiores estén seguros de que el novicio comprenda completamente lo que se pide de él. De lo contrario, los votos ni siquiera serían considerados válidos. El religioso sabe lo que hace y lo hace por voluntad propia por el amor a Dios.
Algunas personas se concentran mucho en el sentido negativo: «Vas a abandonar esto o aquello: ¿como puedes hacer eso?» Bueno pues, sin la gracia de Dios, no seríamos capaces. Aquí debemos subrayar el amor de Dios: un religioso lo entrega todo por el amor de Dios. Miren este aspecto positivo. Un religioso tiene, en cierto sentido, una vida más llena a causa de sus votos. Cuando una joven se hace monja, abandona la maternidad en el sentido natural, pero se convierte en madre de muchos hijos, de todos los niños a quienes enseña, de todas las almas a quienes se convierte en madre espiritual. Ella tiene ahora una familia más grande que si se hubiera hecho una madre natural. Un sacerdote también abandona el matrimonio y la oportunidad de tener sus propios hijos; pero él también tiene muchos hijos espirituales. Como ven, debemos considerar los aspectos positivos de una vida religiosa, no solamente lo que uno tiene que abandonar.
He escuhado a gente decir: «no creo que los sacerdotes y religiosos puedan realmente ser castos». Ellos, por supuesto, no están considerando la gracia de Dios. La gracia de Dios hace posible aquéllo que sería imposible para la naturaleza.
Desde luego, el mayor obstáculo para la vocación es el egoísmo. Todos somos egoístas hasta cierto punto, pero un joven o una jovencita que es llamada para el servicio de Dios frecuentemente tiene que enfrentarse a una verdadera batalla. La razón es que al yo no le gusta la idea de entregar su libertad. Queremos ser capaces de controlar nuestras propias vidas, eso es normal. Al hacerse religioso, la persona entrega esa libertad. Es por eso que la obediencia es el mayor sacrificio de todos, porque por ella entrega el derecho de hacer su propia voluntad y se somete en cambio a su superior.
Es triste ver como muchas vocaciones se pierden. Los jovencitos, cuando tienen diez, once o doce años, a menudo están ansiosos por hacerse sacerdotes y hablan de ello sin vergüenza. Saben que Dios les está llamando; desean hacerse sacerdotes. Pero cuando llegan a la adolescencia, el mundo y sus placeres les atrae, y el yo se rebela a la idea de perderlo todo. De ahí que muchas vocaciones se pierdan. Es por eso que los jóvenes que tienen vocaciones deben protegerlas; deben evitar las ocasiones de pecado y los peligros para su vocación; deben orar por la gracia para seguir el llamado cuando el tiempo sea el correcto.
¿Podremos acaso llegar comprender la importancia, el valor y la belleza de una vocación al sacerdocio? Si un joven fue al seminario por ocho o diez años, y estudió duro —aun a costa de su salud— pero fue ordenado para que pudiera ofrecer una sola misa antes de morir, todo habría valido la pena —todos los sacrificios que sus padres hicieron, todas las luchas involucradas— sólo para una misa. Estar ante el altar y llamar a Dios al altar, renovar el Sacrificio de Jesucristo, el Hijo de Dios, para su Padre celestial: todo habría valido la pena. Que un sacerdote perdone un solo pecado en el confesionario, que convierta a una sola alma con sus palabras, que ayude a una sola alma con sus consejos espirituales y sus sermones: todo habría valido la pena.
Los niños que son llamados al sacerdocio, cuando sienten esa lucha entre el egoísmo y el llamado de Dios, deberían pensar en su responsabilidad de salvar almas. Deberían pensar: «Si rechazo este llamado, ¿qué les pasará a todas esas almas que Dios habría salvado por mi ministerio si yo no estoy ahí para darles los sacramentos, para escuchar sus confesiones y para predicarles? Si rechazo el llamado de Dios, puede él escoger a otro, pero nadie puede hacer exactamente lo que él quería que yo hiciera». Cada individuo, hasta cierto grado, es irreemplazable en este sentido. Sobre esto deberían reflexionar los jóvenes.
Recuerden: las vocaciones conciernen a todos los católicos. Si eres un joven o una joven llamado al estado de matrimonio, puedes pensar que no necesitas preocuparte por las vocaciones. Pero sí. Pues, ¿quién va a bendecir tu matrimonio, bautizar y educar a tus hijos? Piensa en la necesidad de las vocaciones. Nosotros, como miembros de la Iglesia, debemos estar preocupados por su bienestar. No debemos ser tan egoístas y tan cerrados de mente que nuestra única preocupación sea salvar nuestras propias almas. ¿Qué hay de todas las millones de personas que caminan hoy en la oscuridad? ¿Qué hay de todas esas gentes que desean un sacerdote para proporcionarles los sacramentos? Todos debemos hacer nuestra parte orando para que haya vocaciones y por el bienestar de las almas y de la santa madre Iglesia.
Los padres deberían considerarlo un honor tener llamado a uno de sus hijos a la vida religiosa. Algunas veces es difícil para los padres, sienten que están perdiendo a un hijo o hija. Pero comparen eso con la angustia que experimentan algunos padres al preocuparse por la persona con quien su hijo o hija se va casar, por las dificultades que éstos tienen en mantener un trabajo en el mundo, por querer criar a sus hijos o nietos como católicos en estos tiempos difíciles, etc., etc. Los padres, repito, deberían considerarlo como uno tremendo honor y deberían orar por esa bendición.
Nuestros sacerdotes usan un libro instructivo para los jóvenes que se preparan para el matrimonio, se titula Pláticas sencillas sobre el matrimonio. En este libro el autor declara que a pesar de no ser doctrina de la Iglesia, es creencia piadosa que si en una familia hay un miembro religioso, y persevera en esa vocación, a todos los miembros de esa familia se les dan las gracias necesarias para la salvación de sus almas. Se les darán gracias únicas a fin de que la familia entera se reúna en el cielo. Repito, aunque no sea una doctrina de la Iglesia, no hay duda de que se les dará muchas bendiciones a la familia que tiene a un miembro en la vida religiosa.
Hay un hermoso ejemplo en la vida de la madre del Cardenal Vaughn, quien vivió en el siglo XIX. Esta mujer iba temprano a misa todas las mañanas y regresaba a la iglesia por las tardes para hacer una hora sagrada ante el Santísimo Sacramento. De las cinco hijas que tenía, todas se hicieron monjas; de sus ocho hijos, seis se volvieron sacerdotes. De esos seis, uno de los sacerdotes llegó a cardenal, otro a obispo, y todavía otro se hizo un famoso predicador jesuita. Los otros dos también entraron a los seminarios, pero descubrieron que no tenían las vocaciones, y después contrajeron matrimonio y tuvieron hijos, muchos de los cuales terminaron como religiosos. Esa mujer, a través de su profunda vida de oración, rezó todos los días por las vocaciones, y mereció aquellas tremendas gracias. ¡Imaginad su recompensa en el cielo por haber efectuado esas vocaciones y por las almas que ellas salvaron!
Incluso una sola vocación se compra por el precio de muchas oraciones. Los padres deberían orar diario por esa bendición. Por un lado, no deben impedir o desanimar a sus hijos a seguir su vocación. Por el otro, no deben forzar a un hijo o hija a la vida religiosa si no se sienten llamados a ella. En cambio, los padres deberían simplemente crear el ambiente apropiado en sus hogares y luego dejar que la gracia de Dios haga su trabajo. Deben asegurarse de que no haya ocasiones de pecado, de que haya orden y disciplina, que se viva la fe, y luego orar para que Dios saque una vocación de ese hogar. Oren, como dijo Nuestro Señor, «para que el Señor de la cosecha mande obreros a su viña».
Ahora me dirigiré a los jóvenes concurrentes, que necesitan saber lo que Dios quiere de ellos. Deben orar para conocer la voluntad de Dios, y una vez convencidos de ella —ya sea contraer matrimonio, permanecer soltero, o dedicar vuestra vida a Dios como religioso o sacerdote— deben orar para que la gracia fluya a través de ella. Deben buscar el consejo de un sacerdote con respecto a esta decisión, la más importante de su vida entera. Es la decisión más importante que jamás harán.
Jóvenes que se sienten llamados a la vida religiosa, al servicio de Dios como sacerdotes, monjes o monjas: no permitan que un temor al fracaso los desvíe. Algunas veces los jóvenes piensan: «¿qué pasará si entro al seminario, permanezco por un tiempo, y luego me voy porque no es mi vocación? La gente me subestimará y seré un fracaso». No se desvíen por este temor. Antes del Vaticano II, había ordinariamente un alto grado de atrición con respecto a las vocaciones. Frecuentemente, menos del 50 por ciento de los ingresados al seminario salían como sacerdotes. Uno puede sentirse llamado por Dios, y aún así ser aconsejado por sus superiores que no tiene una vocación. Ciertamente no es motivo de vergüenza entrar a la vida religiosa o al seminario, y luego saber que uno no está llamado a ese estado de vida.
Los escritores espirituales algunas veces hablan de lo que ellos llaman una vocación temporal. Una persona puede realmente creerse llamada por Dios; entra a la vida religiosa, pero después de un año, se vuelve manifiesto a los superiores y al sujeto que no está llamado. Dios, sin embargo, llevó esa persona a la vida religiosa por un tiempo. Allí la persona aprendió sobre la vida espiritual, estableció buenos hábitos, una vida de oración buena, y luego regresó al mundo mejor preparado. No teman al fracaso, pero tampoco teman a la vocación.
¿Piensas que los religiosos son tristes? ¿Piensas que los sacerdotes son miserables? Santa Teresa dijo que no hay tal cosa como un santo desdichado. Los santos fueron los seres humanos más felices. Si van a la vida religiosa y conocen religiosos que viven su vocación, los encontrarán felices, no tristes. No teman, pues, la vocación religiosa. Por otro lado, no teman seguir una vocación. Los jóvenes llamados por Dios pero que no perseveran hasta el final nunca serán felices, pues sabrán por el resto de sus vidas que no cumplieron los deseos de Dios. No importa lo que hagan con sus vidas, algo estará faltando; algo no estará del todo correcto. Si desean ser felices en este mundo y en el próximo, busquen siempre hacer la santa voluntad de Dios, especialmente en esta la decisión más importante de su vida.
Sobre todo, necesitamos vocaciones de gran dedicación: es mejor tener pocos sólidos y fervientes, que muchos indiferentes y tibios. Oremos por las vocaciones, por jovencitos y jovencitas dedicados a cumplir las necesidades de la Iglesia. Hoy se necesitan las vocaciones. Por supuesto, se toma tiempo para la formación y el entrenamiento, ya sea que se trate de un joven que va para sacerdote, o una joven que va a ser monja. Pero la necesidad por las vocaciones es crítica.
En conclusión, me gustaría leerles una pequeña oración, un pequeño poema, escrito por una niñita hace algunos años. La oración parece ser un resumen apropiado de estos pensamientos sobre la vida religiosa: “Oh Dios —decía— te agradezco por todas las monjas, sacerdotes y monjes. Te agradezco por todos los maestros y profesoras en la escuela. Te agradezco por todos los misioneros que van por el mundo. Y Dios, ¿podrías por favor hacer más de estas buenas gentes? Y si ellas dicen que no, por favor pregúntame a mí. Amén».