El extraño
(Adaptación del original; autor desconocido)
Pocos meses antes de que yo naciera, mi papá conoció a un extraño recién llegado a nuestro pueblito de Tennessee. Desde el comienzo, mi papá estaba fascinado con sus encantos, y no tardó en invitarlo a vivir con la familia. Fue aceptado rápidamente y en pocos meses me dio la bienvenida en el mundo.
Mientras crecía nunca cuestioné su lugar en la familia; en mi mente infantil, cada miembro tenía su lugar: mi hermano, Guillermo, cinco años mayor que yo, era mi modelo; y Francisca, mi hermanita menor, me dio la oportunidad de jugar a “la mayor” y de desarrollar el arte del fastidio.
Mis padres fueron instructores complementarios: mi madre me enseñó a amar la palabra de Dios; mi papá, a obedecerla. Pero el extraño fue el narrador; él podía urdir las historias más fascinantes. La aventura, el misterio y la comedia eran las conversaciones diarias. Podía tener a toda la familia hechizada por horas en las tardes. Si yo quería saber de política, historia o ciencia, él se las sabía todas.
Sabía del pasado, comprendía el presente, y aparentemente podía predecir el futuro. Las imágenes que dibujaba eran tan vívidas que frecuentemente me reía o lloraba mientras observaba.
Fue como un amigo para toda la familia. Nos llevó a mi papá, a Guillermo y a mí a nuestro primer juego de las ligas mayores de béisbol. Siempre nos animba a ver las películas, y hasta hizo arreglos para introducirnos a varias estrellas de la industria del film. Mi hermano y yo estuvimos particularmente impresionados por John Wayne.
Hablaba, además, sin cesar. A mi papá no le molestaba, pero mi mamá en ocasiones se levantaría — en tanto el resto permanecía cautivado con una de sus historias de lugares lejanos — iría a su cuarto a leer la Biblia y a rezar.
Me pregunto ahora si alguna vez oró para que el extraño se fuera. Ustedes verán, mi papá mandaba en nuestro hogar con ciertas convicciones morales, pero este extraño nunca sintió alguna obligación para honrarlas.
Por ejemplo, no se permitían groserías en nuestra casa, ni por parte nuestra, de nuestros amigos o de los adultos. Sin embargo, nuestra visita ocasionalmente utilizaba palabras (esas de cuatro letras) que quemaban mis oídos o hacían retorcer a mi papá. Hasta donde yo sé, nunca se le dijo nada.
Mi papá era un abstemio que no permitía el alcohol en su casa, ni siquiera para cocinar. Pero el extraño sintió que necesitabamos exponernos, y nos reveló otros modos de vida: en muchas ocasiones nos ofreció cerveza y otras bebidas alcohólicas; nos presentó los cigarrillos como cosa deseable; los puros como de hombría, y las pipas como de la alta clase.
Hablaba sin reservas del sexo. Sus comentarios algunas veces eran descarados; otras, sugestivos; pero generalmente, vergonzosos.
Ahora sé que mis primeros conceptos acerca de las relaciones hombre-mujer estuvieron influidos por este extraño. En retrospectiva, creo que fue por la gracia de Dios que no nos influyera más. Vez tras vez se oponía a los valores de mis padres. Con todo, casi nunca se le reprendió, aunque, eso sí, nunca le pidieron que se fuera.
Han pasado más de treinta años desde que el extraño vino a vivir con la joven familia de la calle Amanecer. Ahora ya no es tan intrigante para mi papá como en aquellos primeros años. Pero si hoy entráramos a la casa de mis padres, todavía lo verán sentado en una esquina, esperando a que alguien lo escuche hablar y a que alguien lo mire dibujar.
¿Cuál es su nombre? Siempre le llamamos “Televisión.”