El Espíritu Santo: nuestro invitado olvidado
Revmo. P. Casimir Puskorius, CMRI
En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén. Mis queridos parroquianos, el Introito para la vigilia de Pentecostés, tomado del profeta Ezequiel, dice lo siguiente: “Cuando habré hecho patente en vosotros mi santidad, os recogeré de todos los países y derramaré sobre vosotros agua pura y quedaréis purificados de todas vuestras inmundicias y os daré un nuevo corazón.” Obviamente estas palabras se referían a ese milagroso y magnífico día ocurrido hace muchos siglos, esa fiesta de Pentecostés en la cual el Espíritu Santo descendió sobre la santa Madre y los apóstoles de manera especial. No solamente descendió sobre ellos, sino que también llenó sus corazones de tal forma que inmediatamente comenzaron a predicar la fe.
Ese día ocurrieron muchos milagros. Sabemos que, si bien los apóstoles predicaron en su lengua materna, la gente que había llegado a Jerusalén de diferentes partes del mundo los escuchó hablar en sus respectivas lenguas. Cerca de tres mil personas fueron bautizadas ese primer domingo de Pentecostés. Pero los milagros van más allá de esto, y algunos no son tan aparentes. Sobre estos quiero hablar hoy.
Primeramente, no sólo tenemos el milagro que tendió un puente entre los idiomas aquel día, sino el milagro que creó un puente entre las culturas. Un gran número de personas había ido a Jerusalén a celebrar la fiesta judía de Pentecostés y por otras razones. Culquiera que haya sido el caso, habían gente de muchas partes del mundo conocido: “partos, medos, elamitas, habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto y regiones de Libia más allá de Cirene, así como romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes…” (Hechos 1:9-11). Todos sabemos las dificultades que se presentan al tratar de hacer conexiones entre las varias culturas del mundo. En este caso, sin embargo, el Espíritu Santo obró un milagro que posibilitó a los apóstoles comunicarse con la gente de diversas tierras.
Estoy convencido de que había otra distancia que debía salvarse, aquella gran distancia que solo se puede salvar por el perdón. ¿Por qué digo esto? Siendo como es la naturaleza humana, creo que aquellos que se unieron a la Iglesia ese día tuvieron que perdonarse el uno al otro por deudas pasadas. Esto me recuerda una situación moderna que puede ayudar a ilustrar este punto. A principios de los noventa vimos el colapso de muchos sistemas políticos comunistas en Europa y otros lugares. Entre estos se halla la nación excomunista de Yugoslavia. Poco después se desató una guerra violenta en Bosnia. ¿Por qué? Los que han estudiado esta guerra en particular — que involucra el genocidio (campaña de exterminio de clases enteras y de grupos de gente) — han descubierto que sus orígenes se remontan a 600 años en el pasado. Un grupo de gente, teniendo armas a su disposición, masacró a otro grupo por causa de lo que sus ancestros habían hecho hace varios siglos. Se aprovecharon de la oportunidad para finalmente vengarse. Por horrible que fuera la tiranía de los comunistas, al menos sus pistolas y su poder fueron capaces de mantener el orden. Cuando este sistema se vino abajo, la gente comenzó a saldar viejas cuentas de la forma más brutal y salvaje. Ustedes ya lo leyeron. Estas personas no perdonaron las ofensas pasadas.
Un pariente mío, a quien yo admiro mucho, y el único tío sobreviviente del lado de mi padre, no logró escapar de Lituania en 1944 cuando atacaron los comunistas. Como muchos otros hombres valientes, cuyas esposas no pudieron escapar con ellos por embarazo o enfermedad, se unió a la resistencia. Fue capturado y sentenciado a 25 años de trabajo forzado en Siberia. Todo el que era enviado a Siberia era muy afortunado si alguna vez llegaba a salir. Por suerte, hubo un relajamiento en las persecuciones y la sentencia de mi tío fue reducida. Cumplió una condena de 10 años en Siberia, pero no le fue permitido regresar con su esposa e hijos por otros tres años. Así que, por trece años no fue parte de la vida de su familia. Uno de mis dos primos nunca había visto a su papá; el otro estaba muy chico cuando lo sentenciaron como para recordarlo. Pero lo que me impresiona de mi tío, a quien tuve el privilegio de conocer una vez y con quien he tenido correspondencia, es que nunca oí de él un deseo de vengarse.
¿Cómo puede la gente ser tan heroica en su perdón? La respuesta es la gracia del Espíritu Santo. Por eso es que en aquel primer domingo de Pentecostés los apóstoles no solo tendían un puente entre las lenguas y la cultura, también hacían algo que, en mi opinión, es muy importante: estaban perdonando. Las cosas estaban muy tensas en esos tiempos. Las personas ofendían y se sentían ofendidas. Pero el Espíritu Santo les ayudó a hacer a un lado esas diferencias y los unió en la verdadera fe. Por su gracia y sus dones ocasionó la unidad que de otro modo habría sido imposible.
La mejor solución para los conflictos como el de la península Balcánica es que la gente de ahí coopere con la gracia del Espíritu Santo. Si eso se hiciera, se acabaría la insensibilidad. Pero si los hombres tratan de aplicar una solución política a un problema espiritual, verán que dicha solución nunca será la adecuada. En cuanto los pacificadores se vayan, el conflicto se reiniciará. Lo que falta es el perdón, y la gracia operativa del Espíritu Santo en las almas de esas gentes, pues eso es lo que necesitan.
El Espíritu Santo es la fuente de la maravillosa unidad que vemos en la Iglesia católica, en la cual personas de diferentes culturas, diferentes idiomas y diferentes historias se unen en la única y verdadera fe, en la misma santa misa, en los mismos sacramentos. ¿No es eso en sí un milagro maravilloso? Y sucede todos los días que existe la Iglesia católica. Es un milagro que continúa sucediendo una y otra vez. Debo hacer hincapié, sin embargo, en que, aun cuando el Espíritu Santo es el principio de la unidad y del espíritu de amor y verdad, no puede de ninguna manera aprobar el falso ecumenismo de nuestros días.
Muchos cometen el error de creer que “por amor debemos aceptar los errores y pecados de los demás.” Pero en las páginas de la Sagrada Escritura no vemos nada por el estilo; tampoco en la enseñanza de los apóstoles. Y, sin embargo, ¿qué vemos en la religión católica moderna? Vemos un constante esfuerzo por ecumenizar, que significa abandonar creencias y prácticas católicas para no ofender a nuestros conocidos acatólicos. ¿Fue eso lo que hicieron los apóstoles? No. Los Apóstoles salieron y predicaron la fe, y, de hecho, dijeron a sus oyentes: “De esta manera podréis salvar vuestras almas. Si no lo aceptáis, no podréis salvaros.” El ecumenismo moderno, por otro lado, dice: “busquemos lo bueno en las falsas religiones.” Esto es un abandono de las enseñanzas de Cristo.
Vean a la moderna Iglesia católica. Ya ni siquiera parece católica, sino protestante. En su loca prisa por ecumenizar, los modernistas vendieron la fe. He oído a gente decir que muchas iglesias protestantes parecen más católicas que las supuestas iglesias católicas de hoy, muchas de las cuales parecen pasillos vacíos. Ya no están los hermosos altares, los crucifijos, las estatuas, las estaciones de la cruz. ¡Han regalado su fe! Eso no es lo que Cristo enseñó.
En nuestra sociedad moderna vemos un esfuerzo por aceptar el pecado en el nombre del amor. En el nombre del amor se nos urge aceptar el aborto, el comportamiento homosexual, el divorcio, el adulterio y el amor libre. Si uno no acepta tales cosas, es intolerante, malo. ¿Predicaron los apóstoles que la gente podía seguir cometiendo el pecado? No. Los apóstoles hicieron guerra al pecado, puesto que el pecado hace que la gente pierda su alma en el infierno. Ese es el verdadero espíritu del catolicismo. Eso es el Espíritu Santo, el Espíritu de amor y verdad. El verdadero amor significa decir la verdad; no significa aceptar como bueno el pecado. Sí, amamos al pecador, pero le mostramos nuestro amor señalándole lo que necesita hacer y los pecados que debe abandonar si desea salvar su alma. De eso se trata el Espíritu de amor y verdad.
¿Cuá es la solución para estos problemas en la moderna Iglesia católica y en la sociedad? El Espíritu Santo. Aun dentro del movimiento católico tradicional vemos divisiones. No divisiones en la fe, porque todos estamos de acuerdo en la misa, los sacramentos tradicionales y las enseñanzas de la Iglesia; sino que la política y los modos de acercamiento a menudo separan a los obispos y sacerdotes y laicos. ¿Cómo solucionaremos ese problema? Ya conocen la respuesta. El Espíritu Santo. Lo que hizo en Pentecostés lo puede hacer de nuevo. En ocasiones podemos ver incluso divisiones dentro de las parroquias católicas tradicionales. Una persona puede decir: “bueno, iré a la iglesia, pero no tendré nada que ver con aquella persona. No quiero hablarle por lo que hizo, y no le voy a perdonar.” ¿Cómo podemos solucionar ese problema? Ya conocen la respuesta. La gracia del Espíritu Santo nos ayudará hacer lo que nunca pensamos fuera posible.
Hablando de la unidad, algo dijo Benjamín Franklin en la Convención Constitucional de los Estados Unidos, una convención que estuvo cargada de dificultades y en peligro de disolverse en más de una ocasión. Si se hubiera disuelto, los Estados Unidos de Norteamérica no existirían hoy. Dijo con gran ingenio: “caballeros, si no quedamos unidos, quedaremos separados, colgando del cuello. Y nuestros enemigos habrán triunfado sobre nosotros.” Podemos aplicar esto a la vida espiritual. Estamos en medio de una guerra espiritual, queramos o no. Necesitamos trabajar juntos para nuestras metas espirituales. Esto no significa que vamos a resolver todas nuestras diferencias, o que los sentimientos ásperos que tenemos hacia los demás se disolverán repentinamente. Sí significa, sin embargo, que el Espíritu Santo nos ayudará a elevarnos por encima de nuestra naturaleza humana, y, llenos de su amor y verdad, seremos celosos en vivir y difundir la fe y en fomentar un lazo fuerte entre nosotros como miembros de la verdadera Iglesia.
Aparte de todo lo que les he dicho hasta ahora, debemos recordar cuán imortante es el Espíritu Santo. Nuestro Señor pudo haber dado a los apóstoles todas las gracias necesarias, pero el Espíritu Santo estaba destinado a venir sobre ellos en Pentecostés para iluminarlos. En el Evangelio para el jueves de Ascensión, todavía preguntaban los Apóstoles, “Señor, ¿restauraréis ahora el reino de Israel?” Casi se pueden imaginar a nuestro Señor negando con su cabeza. Cuántas veces les dijo que su reino no era de este mundo, y aún no entendían. Todavía después de la Ascensión, tenían miedo. Pero después de esa primer novena, el Espíritu Santo los capacitó para que finalmente captaran las enseñanzas de Cristo. Aunque las tres Divinas Personas, siendo un solo Dios, obran perfectamente juntas, a cada una le atribuimos diferentes funciones: el Padre crea, el Hijo redime, el Espíritu Santo santifica.
¿No se han preguntado alguna vez por qué encuentran tanta frustración en la oración, por qué Dios parece no escuchar sus oraciones? Es porque nunca, o muy rara vez, oran al Espíritu Santo. Oramos al Padre cada vez que rezamos el Padrenuestro, y oramos a Jesús en el Sagrado Sacramento. Pero al Espíritu Santo frecuentemente se le llama “la Persona olvidada de la Trinidad.” Con todo, si no le oran, no recibirán las gracias que están destinadas a venirles de Él.
Renovemos, entonces, este domingo de Pentecostés, nuestra devoción al Espíritu Santo. Que no sea olvidado en nuestras vidas. Ha sido llamado el Alma de nuestra alma, pues habita dentro de ella cuando poseemos la gracia santificante; somos sus templos. ¿No resulta raro que aun cuando el Espíritu Santo vive en nosotros, casi nunca pensamos en Él? Qué maravilloso mensaje se nos da en la sagrada liturgia del domingo de Pentecostés, el día en que celebramos el cumpleaños de la Iglesia. El Padre nos creó, el Hijo nos redimió, y ahora la gran obra del Espíritu Santo continúa hasta el fin del tiempo: la santificación de nuestras almas.
En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.